El alma es como una ciudad que tiene esquinas. La vida va transitando por sus calles, abriendo puertas para que entren los seres que van a acompañarnos por un tiempo, para que entren las cosas que van a amanecer o a destruírnos. Hay una esquina para los encuentros, una esquina para la ilusión, una esquina desde donde se ve nacer el sol. Pero también hay una esquina en la que agitamos el pañuelo de la despedida, una esquina en la que se nos pierde lo que amamos, una esquina en la que decimos adiós. Algunos no la conocen. Otros sabemos de memoria sus baldosas, su viento, su color anochecido, su olor salobre a llanto.
Yo estuve allí, ahogada de dolor, temblando, sujetando tus manos para que no me dejaras. Estuve allí la tarde en que dijiste que no estabas seguro de quererme.
—Dame tiempo, necesito aclararme... No sé si lo que me une a vos es amor, miedo de quedarme solo...
—¿Y así, de pronto, descubrís que lo nuestro puede ponerse en duda?
—Quizá esto era algo que estaba fermentando adentro mío y no me daba cuenta. Recién ahora sale a la superficie, lo veo...
—Por favor... no me dejes...
—No me ruegues, no me obligues.
Yo sabía que a los hombres no hay que rogarles, sabía que no hay que llorar delante de ellos, que le temen al llanto y a la voz que implora, que se asustan de la mendicidad y se espantan del dolor que pueda contagiarlos. Lo sabía y sin embargo no pude contenerme, no pude dejar de tenderle mis brazos y sacudir mi angustia y mostrarle la herida y desnudar mi grito con esa falta de pudor del que todo lo pierde, del que queda vacío.
—Sólo pido unos días, no te pongas así...
—No serán unos días. Va a ser para siempre. ¿Por qué no me decís que va a ser para siempre? ¿Por qué no te atrevés a hundir más el cuchillo y matarme en vez de dejarme agonizando, en la incertidumbre?
—Dramatizás... es un papel que te gusta, sabés hacerlo bien. Siempre te gustó exagerar, buscar el gran efecto.
—Claro... vos sos más práctico, no te gastas; el amor tiene que ir a buscarte, a explicarte, a convencerte. Tiene que llegarte de afuera en vez de nacer en vos, en vez de arrancar de tu médula y expandirse hacia afuera hasta comprometer todo tu universo.
—Ya está... ya lo sabía: las recriminaciones. No se puede vivir de esa manera, como querés vivir vos: naciendo y muriendo en cada acto.
—Claro... hay que cuidarse para durar, para llegar entero a la tibia meta de la tranquilidad... transitar por un amor sin rasguños, sin abismos, un amor como una verde pradera, igual y mansa, que se pierde en el horizonte.
No quisiste escuchar más. Dijiste que era porque me lastimaba inútilmente, y te marchaste. Qué fuerte parecías con tu duda a cuestas. Qué frágil parecía yo con mi dolor. Pasaron días, semanas, meses. Yo me arrastraba por las obligaciones cotidianas, me llevaba a la rastra como quien lleva a un muerto. Decir buen día, comer, cumplir el horario de trabajo, hacer la mueca de la sonrisa. Y luego volver corriendo, jadeando, a la esquina del adiós; repetir de memoria nuestro diálogo, volver a verte fuerte y yéndote; volver a verme frágil y quedándome con todo mi amor, con los terremotos de mi desesperación, naciendo y muriendo, como vos decías, naciendo y muriendo cada vez. Quise telefonearte, ir a buscarte... me mordí los puños para no hacerlo. Esperar, tenía que esperar...
Y llevándome a cuestas en esa espera, empecé a notarme cada vez más liviana. Hasta aquella mañana —cercana mañana— en que mi ser caminó solo, en que la sed fue una deliciosa sensación y mi silencio se pobló de ruidos del mundo, de voces de gente, de voces que no eran tu voz y que, sin embargo, penetraban en mí, me llegaban con su forma aún tibia y su sentido. Mis pasos tenían eco. El espejo me devolvía la imagen de una muchacha en la que podía reconocerme. Entonces volví a la esquina del alma en que te había llorado, y al recordarte no me pareciste vos el fuerte. No. Vos sos el débil, el incapaz de nacer y morir en cada acto, de desgarrarse de dolor y emerger de la herida con la cicatriz borrada por el llanto, el incapaz de jugarse la piel y la cordura por un poco de amor. Querías pesar, medir, saber con exactitud, separar con el bisturí de la lógica la parte de amor que nos beneficia y la que nos desintegra.
No, no soy yo la mujer que admita un cariño así. Por eso, desde esta esquina del alma, vuelvo a decirte adiós, para siempre adiós. Aunque vuelvas, adiós.
viernes, 28 de enero de 2011
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2 comentarios:
¿Eso lo escribiste vos? Realmente si es así, te hago la danza de la lluvia no sé (?)
Y si no lo es, es una buena elección. Me en can tó.
te inspiraste? me encanto
un beso enorme
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